Los ejércitos de Lady Twitter
Me levanto en esta mañana de lunes, crujiente y helada, entre los ecos lejanos de unos cuantos petardos que escaparon, fugazmente, de la quema del año nuevo. No sé si hoy hablaré de China, aviso. Sigo dándole vueltas a una tribuna del periódico de ayer (“La libertad y los árabes”, El País). El Nobel, ya también noble, Vargas Llosa, escribe, cómo no, sobre lo acontecido en Egipto, y sostiene, como tantos otros, que la revolución egipcia tiene a la globalización como chispa desencadenante. Pues de esa chispa quiero hablar yo.
A mí me gusta, qué digo, ¡me encanta!, la globalización, ese maldito fantasma que casi todos los que la disfrutan temen y espantan. ¿Por qué? Veamos.
La globalización multiplica nuestras posibilidades de elección, eso lo primero. Frente al monopolio cultural del terruño, la globalización nos permite catar otras realidades. Nos permite, ojo, que no obliga. Que en nuestra ciudad, amén de la comida típica, haya también restaurantes de otros países enriquece nuestro paladar, si es que queremos enriquecerlo. Si desaparece el flamenquín en Córdoba, pongamos por caso, no será culpa del Burger King, sino de los cordobeses que, en su libre –quizá equivocado, pero libre- albedrío, han preferido abrazar la cocina “americana”. O la sevillana, por qué no: globalización también es, a menor escala, la receta que pasa de madre a hija, de vecina a vecina o de Córdoba a Sevilla. “¡Oh, no, pero entonces nuestros hijos ya no podrán disfrutar de la comida que nosotros disfrutamos!” Dudo mucho que el flamenquín desaparezca, pero y qué de ser así. Para tus hijos, la tradición culinaria en la que se críen será la suya propia (para mi generación los macarrones o la pizza son tan nuestros como los garbanzos) y les importará la tuya, con perdón, un pimiento. Como a ti te importó dos rábanos la de tus abuelos o como a nadie le importa ya tres kebabs la de cuando los Reyes Católicos (gracias por las patatas). Es verdad que hoy cambia todo mucho más deprisa, y de ahí cierto vértigo. Pero siempre ha sido así: a ver qué estómago desagradecido reniega hoy de las albóndigas de la abuela, que son de las tatatatatarayayas de los que estos días celebran con júbilo la caída del último –ojalá- faraón egipcio.
Otra consecuencia de la globalización es la jubilación, lenta y silenciosa, de las identidades nacionales tal y como las conocíamos hasta ahora. Por más que nos disguste, ya no somos españoles "de pura cepa". Hay gente -la llamada “generación Erasmus”, por ejemplo- que se siente más próxima a una ciudad “extranjera” que a la ciudad de al lado. Obsérvese el cambio: mientras que la generación de nuestros padres viajaban de Cádiz a Bilbao o de Tarragona a Cáceres y soñaban con una luna de miel en la lejana París, la de ahora ha ido más veces a la capital francesa a pasar el fin de semana (mil gracias a St. Ryanair, globalizando por los cielos) que a la capital de nuestro país. Eso sacude los esquemas. La identidad nacional, valga el símil entre fogones, ya no es un menú del día con sus platos y precios fijos; ahora se elige a la carta: de primero, póngame un burrito con nachos; de segundo, una de Tim Burton y una Paulaner acompañando; y de postre, mmm, unos Rollings de chocolate.
Y luego está internet, claro, la madre de todos los cambios. Al margen de lo que digan los pasaportes, ahora somos ciberciudadanos: vivimos en Facebook (“país”, por cierto, con más población que la UE) y salimos de fiesta por las discos de Youtube; echamos la lotería online (¿quién dice “en línea”?), estudiamos en Wikipedia y compramos en EBay; y hasta el amor o el simple ligoteo se acaba, a veces, escribiendo entre arrobas. Sólo falta que muramos virtualmente, pero todo se andará.
Los idiomas resisten algo más las presiones globalizadoras; pero también acaban sucumbiendo: ahí está el inglés, abriendo grietas y poniendo, histéricamente, el grito en el cielo. “¡El inglés va a acabar con el español! ¡Lo está empobreciendo, despurificando!” Empobreciendo, despurificando, caray. ¿Pero cuándo fue el español rico y puro? Nos encanta el drama: los idiomas son simples –aunque complejas- herramientas de comunicación que nacen, se transforman y mueren. ¿Qué tiene de malo que nuestro idioma se parezca más al inglés, la “lingua franca” de nuestro tiempo, o que al final hablemos inglés directamente si con eso tenemos acceso a más personas? Es lógico que al abrirse las sociedades, sus lenguas, reflejos de las mismas, hagan lo propio. Si nos encerrásemos en nosotros mismos, al final cada uno tendría su propio idioma, en lo que –convendríamos- sería un rico y puro disparate. Precisamente, si existen los idiomas es para que distintos individuos puedan entenderse entre sí. Así nació el español, sin ir más lejos, como lengua de comercio (igual que el inglés hoy, por cierto) entre los distintos pueblos de España. Si el español tuviera que morir en un futuro y para dar así paso a otro idioma con más posibilidades de comunicación, a mí no me verían velar al muerto. Quizá se nos esté olvidando que lo de Babel fue un castigo divino y no un divino castigo…
Voy terminando. Una de las principales causas, en mi opinión, de los enfrentamientos del pasado (y también de los del presente) era –es- el desconocimiento del enemigo. Que tengamos más cosas en común unos y otros, tirios y troyanos, no creo que nos haga ningún mal, más bien al contrario. Si poca gente reniega hoy de los avances, a fuego y sangre, que los romanos introdujeron en las tierras que dominaron, ¿por qué oponernos a la armonización y enriquecimiento cultural –eso es la globalización- cuando por primera vez hemos sustituido los ejércitos por twitters?
En fin. Todo este rollo por el artículo de Vargas Llosa, en qué momento lo leería yo. Pero viene también a cuento de una conversación que tuve el otro día, el martes por la noche, cuando quedé en un KFC (el sitio lo eligieron ellos) con algunos de los chavales con los que estuve en Hainan, en un viaje que relataré en el próximo post. Un chaval, Jason, me dijo mientras cenábamos que él “odiaba un poco a los EE.UU. porque se estaban perdiendo las costumbres chinas”. Le pregunté entonces que si alguien le había obligado a comprarse las Adidas que calzaba o a ver los partidos de la NBA, y se rió. Después seguimos charlando –cortesía del inglés- de todo un poco: de cine, comida, deportes, música y tópicos del mundo, incluida España (toros, fútbol, Nadal y flamenco, that’s all). Pasamos un buen rato. Con todos, pensé, comparto la coca-cola, las cheeseburguers, Disney, Harry Potter, Nike, Obama y que el francés es el idioma del amour (Bonne Saint Valentin!).
Rah-rah-ah-ah-ah! Roma-Roma-ma-ah! La brecha cultural, acortándose al ritmo de Lady Gaga.